Con el corazón en el domingo

En aquel tiempo, proclamaba Juan: «Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.»
Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma.
Se oyó una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto.»


Con la fiesta de hoy se cierra el ciclo de la Navidad. Jesús ha crecido, se ha hecho grande y sale de su pueblo. Deja a su familia y orienta su vida en una nueva dirección. Lo primero de todo es dirigirse al desierto. Allí se encuentra con Juan el Bautista. Y decide bautizarse. El bautismo de Juan implicaba un real cambio de vida. El que se bautizaba no se obligaba a formar parte de ningún grupo, no se convertía en discípulo de Juan. Pero se comprometía a volver su corazón al Señor, a convertirse, a cambiar su vida para estar preparado ante la venida del Mesías, del enviado de Dios. Bautizarse era abrir el corazón a la presencia de Dios.

Jesús dejó su pueblo y se hizo bautizar por Juan. Allí en el desierto meditó, sin duda, la Palabra de Dios. Es posible que se encontrase con este mismo texto profético que leemos en la primera lectura de este domingo. Y se sentiría totalmente identificado con lo que en ese texto se dice. Ése sería su estilo de vida. Sin gritar, sin destruir a nadie, respetando a todos, pero proclamando con firmeza la ley de Dios, el derecho de los hijos de Dios. Su palabra sería luz para las naciones, palabra liberadora para los oprimidos y sanadora para los enfermos. Jesús se sintió llamado por Dios para una misión. No sólo eso. Experimentó y sintió profundamente que Dios era su Padre. Desde entonces, esa experiencia profunda no le abandonó en ningún momento. Le dio la fuerza para cumplir su misión hasta la entrega final en la cruz. El Evangelio expresa esta realidad profunda diciendo que Jesús, al bautizarse oyó una voz de lo alto que decía: “Tú eres mi Hijo amado. En ti me complazco.”

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