En las hermosas y lejanas tierras de
Perú vivía una pareja joven que tenía cinco hijos pequeños. Su vida era
bastante dura y no podían permitirse ningún lujo. La familia salía
adelante gracias al cultivo del maíz en un pequeño terreno que tenían
muy cerca de su hogar. Cada mañana, la mujer lo molía y hacía con él pan
y tortas para dar de comer a sus chicos. Si sobraba algo de la cosecha,
lo vendía por la tarde en la aldea más cercana y regresaba con un par
de monedas de plata a casa.
De tanto
trabajar de sol a sol, la campesina estaba agotada. Su marido, en
cambio, no hacía nada. Se pasaba el tiempo holgazaneando y dando paseos
por la montaña mientras los chiquillos estaban en la escuela o jugando
al escondite.
Un día, la muchacha se
sentó en el granero y se puso a limpiar, como siempre, las mazorcas que
había recogido durante la jornada. Eran grandes y tenían un aspecto
fantástico. Por unos momentos se sintió muy feliz, pero cuando se puso a
hacer recuento, comprobó que no había suficiente cantidad para hacer
pan para todos y mucho menos, para vender a los vecinos.
La
pobre, desconsolada, se arrodilló y comenzó a llorar ¿Cómo iba a dar de
cenar a sus cinco hijitos si no podía fabricar bastante harina?… Si al
menos su marido la ayudara podrían unir fuerzas y cultivar más maíz,
pero era un egoísta que solamente pensaba en sí mismo y en su propia
comodidad. Miró al cielo y pidió al dios bueno que tuviera compasión y
le diera fuerzas para continuar.
De
repente, notó que en una esquina algo brillaba con intensidad. Se quedó
muy extrañada pero ni siquiera se acercó; imaginó que se trataba de un
rayo de sol que incidía sobre una caja de metal, de esas donde se
guardan las herramientas.
Se desahogó
un rato más y se enjugó las lágrimas con el puño de su desgastada
blusa. Al levantar la mirada, con los ojos todavía vidriosos, vio que
el extraño brillo seguía allí, sin moverse del rincón del granero. Cayó
en la cuenta de que era casi de noche, así que estaba claro que el sol
no podía ser.
Un poco asustada, se
acercó despacito a ver de qué se trataba. El fulgor era más intenso a
medida que se aproximaba y hasta tuvo que mirar hacia otro lado para que
no le deslumbrara. Su sorpresa fue inmensa cuando descubrió que era
una enorme mazorca dorada ¡No se lo podía creer! Sus granos eran de oro
puro y de ellos salían intensos haces de luz.
La
campesina miró hacia arriba ¡El dios le había ayudado atendiendo a sus
plegarias! Cogió la mazorca con delicadeza y salió en busca de su
marido, que roncaba sobre una hamaca dejando pasar las horas.
Con
voz aún temblorosa le contó lo sucedido y el hombre, por primera vez en
su vida, se avergonzó de su comportamiento. Comprendió que su esposa
había cargado siempre con la responsabilidad de la casa, de los hijos y
del duro trabajo en el campo ¡Era a ella y no a él a quien el dios
divino había recompensado!
A partir
de ese día, el muchacho cambió para siempre. Vendieron la mazorca de oro
y ganaron mucho dinero. Después, arreglaron la casa, compraron un
terreno más grande y sus niños crecieron sanos y felices. Nunca jamás
volvió a faltarles de nada.